En la Edad Media, ir de compras no era tan distinto a lo que hacemos hoy… solo que había juglares, acróbatas, nobles en torneos y miles de personas reunidas en un ambiente que mezclaba comercio, fiesta y vida comunitaria. Así eran las ferias medievales, grandes encuentros donde se vendía de todo y donde el mundo feudal se volvía, por unas semanas, un poco más libre y animado.
Un boom comercial que reunió a medio mundo
Álvaro de Luna, condestable y gran maestre de la Orden de San Juan, describía estos eventos como lugares en los que se juntaban “grandes tropeles de gentes de diversas naciones”.
Llegaban comerciantes de Castilla y de otros reinos para conseguir buenas ofertas y aprovechar un ambiente imposible de ver en otro momento del año.
Aunque solemos pensar en la Edad Media como una época cerrada, el comercio europeo ya florecía desde la Alta Edad Media gracias, entre otras cosas, a las rutas marítimas abiertas por los vikingos.
Para el siglo XII, las ferias ya eran el evento comercial por excelencia: celebradas en días festivos por orden del rey, llenaban villas y ciudades con productos, visitantes y diversión.
Libre comercio por tiempo limitado
Las ferias medievales eran un verdadero privilegio.
El rey las otorgaba para agradecer favores, ayudar a ciudades afectadas por conflictos o motivar el crecimiento poblacional.
Durante una o dos semanas, se suspendían impuestos como el portazgo (la tasa de entrada) y las alcabalas (un 10% de cada transacción).
Esto convertía a las ferias en zonas de libre comercio, llenas de oportunidades tanto para vendedores como para compradores.
La avalancha de visitantes duplicaba la población de muchas villas: llegaban rebaños, carros y comerciantes extranjeros con mercancías de todas partes.
Y con ellos, aumentaban también la necesidad de alojamiento, comida y servicios, lo que beneficiaba económicamente a la ciudad.
Los visitantes podían comprar más y más barato. Había de todo: ganado, madera, lana, grano, armas, paños de seda y manufacturas artesanales.
La feria era sobre todo un lugar de comercio al por mayor, pero también acudían campesinos y nobles en busca de una buena compra o un capricho.
El resultado: una mezcla de clases y lenguas única en el rígido sistema feudal.
Ferias medievales: Comprar… y pasarlo bien
El ambiente festivo era parte esencial de estas ferias medievales.
Juglares, acróbatas y titiriteros amenizaban las calles con espectáculos que no solo entretenían, sino que también les ayudaban a conseguir contratos para el resto del año.
No faltaban los torneos: combates a pie o a caballo entre nobles que buscaban premios en metálico y el honor de coronarse campeones.
Mientras tanto, los campesinos participaban en concursos de tiro con arco y ballesta, deportes populares pero despreciados por los caballeros.
Las ferias también tenían un toque religioso: muchas coincidían con Navidad, Semana Santa o festividades de santos, y la Iglesia aprovechaba para predicar y montar procesiones o representaciones de pasajes bíblicos.
Muchas de ellas surgieron en rutas de peregrinación como el Camino de Santiago, uniendo comercio y espiritualidad.
Un respiro en el orden feudal
Más allá de las ventas y los espectáculos, las ferias medievales eran un paréntesis en la vida feudal.
Permitían la convivencia entre personas de diferentes regiones y clases, facilitaban el intercambio cultural y la circulación de ideas… aunque también propagaban enfermedades como la Peste Negra.
Aun así, fueron esenciales para el desarrollo de nuevas tecnologías, expresiones artísticas y redes comerciales en la Europa medieval.
En pocas palabras, eran el espacio donde el Medioevo se abría al mundo, aunque fuera solo por unas cuantas semanas al año.
Con información de National Ggeographic.
