La tradición narra que en el Día de muertos los difuntos regresan al mundo de los vivos, iluminados en su camino por las veladoras que les prenden sus familiares. Acuden a sus hogares para degustar sus platillos favoritos depositados en una ofrenda.
“El día de muertos es una combinación muy compleja y apasionante de elementos prehispánicos y cristianos”, afirmó en entrevista Pablo Escalante Gonzalbo, investigador del Instituto de Investigaciones Estéticas de la UNAM.
El componente indígena del culto a los muertos en México tiene que ver con la ofrenda, la manera como se presenta y la composición misma. Por ejemplo, todos los elementos relacionados con los aromas como las flores, la comida: el mole, el mezcal, la fruta, entre otros, son prehispánicos.
En la concepción prehispánica lo sobrenatural es lo volátil y por tanto los aromas son accesibles a esas almas. Los colores de la ofrenda están relacionados con los aromas y forman parte de lo presentado al alma del difunto, para que llegue y comparta, consuma y conviva con sus descendientes que lo esperan.
En la cultura cristiana europea occidental tenemos los panteones con las flores. De hecho, los esqueletos bailarines, popularizados por José Guadalupe Posada, tienen que ver más con la tradición medieval europea cristiana que con la indígena, que proviene de la Danza Macabra, donde se explica una muerte burlona, alegre y chocarrera.
Finalmente, el colorido forma parte de una clave estética de una preferencia cultural que enmarca a un pueblo entero. “Quizás vemos ciertos colores y los relacionamos con Oaxaca, la India o hasta Africa”.
Hay una cultura del color en Mesoamérica que trasciende la época de la conquista. Por ejemplo, los verdes brillantes de las plumas fueron fundamentales para los indígenas antes de la conquista y a lo largo de la época colonial.
Igualmente, el cempasúchil, una flor importante prehispánica sigue ligada a la festividad y a la ofrenda de muertos.